El desengaño de Illán

Esa noche permanecí sentado fuera de la tienda, como aquella en que la princesa me obsequió con su sonrisa, no podía dormir, me sentía triste y desasosegado con la mirada puesta en su tienda. La luna creciente, enorme y naranja, iluminaba tenuemente el campamento. Estaba ya en lo alto, cuando vi salir a la princesa envuelta en una capa y encaminarse hacía el interior del bosque. Instintivamente dirigí la mirada hacía la tienda de don Enrique y, como me temía, éste salió y siguió los pasos de la doncella. Fui tras ellos con gran cautela. El corazón, que me latía con fuerza, me decía que iba a ser testigo de algo terrible.
En un claro del bosque y bajo un haya gigante, ella le esperaba. Se había despojado de la capa y la luna iluminaba su rostro y sus brazos muy blancos. Parecía una diosa pagana, estaba muy hermosa.
Me oculté entre unos matorrales y con el corazón en la boca me dispuse a oír y ver todo. Cuando llegó don Enrique, Astrid alargó los brazos hacia él.
- Os amo Enrique. ¡Soy muy desgraciada! –exclamó.
- Yo también os amo, pero debemos olvidar, renunciar a este amor –dijo él, abrazándola.
- No. No podré, ya es demasiado tarde.
- Debemos esforzarnos en convertir este amor en un sentimiento puramente fraternal. De ahora en adelante, debes mirarme como un hermano y yo a ti como una hermana –la dijo con voz persuasiva.
- Me pides algo imposible. ¿Por qué no hablas con tu padre y le dices que nos amamos? Aun estamos a tiempo de suspender mi boda con García.
- No puedo hablar con mi padre en esos términos. Estoy prometido desde niño a Blanca de Navarra, como tu estás prometida a mi hermano desde niña. Ya nada puede cambiarse. Ambos tenemos que cumplir con nuestro deber. Es cuestión de honor.
- ¡Honor, honor! ¿Para qué sirve el honor?
- Mi hermano es bueno, inteligente, y yo le quiero y le aprecio. No puedo traicionarle.
-¿Traición, hablas de traición? ¡El ni siquiera me conoce! No puede considerarse traición a esto.
- Estoy seguro que en cuanto le veas, le amarás.
- ¿Se parece a ti?
- Sí, en cierta forma. Dicen que tiene mis mismos ojos y mi barbilla. Ahora, volvamos al campamento, hermana mía, es peligroso permanecer aquí, pueden echarnos en falta.
- Como tu digas, Enrique, pero antes abandonar este lugar, bésame por última vez.
Agazapado entre los arbustos fui testigo de aquel beso interminable y apasionado. El beso que había imaginado tantas veces para mí y que recibía otro. Tuve que cerrar los ojos ya que aquella visión era insoportable, como agudo e insoportable el dolor que sentía en mis entrañas. Me fui de allí reptando como una culebra, luego me levanté y corrí, corrí hacia el corazón del bosque, odiando a Enrique, odiando a Astrid y odiándome a mí mismo.
Sin darme cuenta caí en una charca donde el agua me llegaba a medio cuerpo. La luna ya roja como la sangre, se reflejaba en la superficie. Miré a mí alrededor asustado y desamparado como un niño. El canto del búho y el croar de las ranas parecían hacerme burla, y el viento agitaba las ramas de los árboles produciendo un sonido misterioso y siniestro. Entonces, como si despertase de una pesadilla, grité. Grité como una bestia herida, un grito que traspasó el bosque y que el viento llevó hasta las vecinas montañas…