¡No a la cantera!

Un frío día de invierno en la Sierra de San Clemente. En el suelo, retazos de nieve fresca. Bajando entre los robles centenarios hacia el inicio del bosque, el grupo marcha con aire precavido, despacio. Abajo, el ronroneo metálico (lejano) de las máquinas que trabajan.
Tony camina nervioso junto a su hermano Víctor mientras esconde la cadena y el candado en el bolsillo de su anorak; es la primera vez que se decide a hacer algo así y totalmente incierto lo que puede pasarle. Pero tiene que hacerlo. “¡Vamos chicos, aligerar un poco!. No es bueno que los demás lleguen antes…”, azuza Víctor.
Los de Quintanar les han dicho que probablemente se encontrarán a la guardia civil vigilando la obra y han preparado, por si acaso, una maniobra de distracción.
Llegan a muy pocos metros y se ocultan, a observar, tras unos matorrales. Hay tres excavadoras levantando tierra. No tardan en comprobar que también es cierto lo de la guardia civil. Al otro lado, más allá de las máquinas que trabajan, ven llegar al nutrido grupo de sus compañeros que han venido, con intención de distraerles, por la parte de abajo, dando gritos y armando mucha bulla… Como es de esperar, los agentes dirigen hacia ellos su atención. “¡Vamos, ahora!”, grita Víctor. Y, a todo correr, se lanzan sobre las excavadoras…
Víctor, ante a perplejidad del operario, se sube a una de ellas, y Tony le sigue. Después, rápidamente, mete su cadena por un resquicio de la máquina y se atan a ella por las muñecas arrojando, después, en dirección al bosque, las llaves de los candados. El operario, inmediatamente, detiene la excavadora. Mientras, los demás también consiguen encadenarse y parar las otras dos máquinas. Desde arriba, pueden ver a los guardias civiles nerviosos y perplejos yendo de un lado para otro, gritándoles amenazadora e inútilmente que se bajen de ahí, al tiempo que los periodistas, que han venido con ellos a cubrir la noticia, les fotografían sin parar.
Al otro lado, pueden ver, derribados, algunos árboles y a sus compañeros que se acercan con rapidez, portando sus pancartas entre gritos. “¡Robledal vivo, no a la cantera!”, empieza a gritar Víctor, al tiempo que los demás, entusiasmados, le siguen.

Espectros

Caminaba hacia su casa por las calles del casco viejo con aire soñador, después de despedirse de Enrique y de don Pío. Absorta en la contemplación de todos esos edificios que tan bien conservaban su porte medieval, tuvo de nuevo esa sensación que algunas veces experimentaba de retroceso en el tiempo…
Y se preguntó cuántas vidas, durante tantos años, habían albergado esas casas tan antiguas: miles de historias, muchas de ellas apasionantes, que habían desaparecido para siempre porque nadie las había escrito. Esas historias que, ahora, eran como fantasmas desesperados cuya presencia sentía en esas viejas calles y que tal vez intentaban gritarle y suplicarle. Pero no podían. Porque ya no existía memoria que las retuviera en un cuerpo de hombre o de mujer, y a través del que pudieran gritar o suplicar. Historias como la Don Pío e Ignacio Sánchez, como las que había escuchado de niña a diferentes personas, como las que, tantas veces, le había contado su querida abuela. Historias que tal vez, si no lo impedía, estaban condenadas al mismo destino de espectros mudos e invisibles que, en algún momento, vagarían desesperados por esas mismas calles, tratando de gemir o implorar, sin que siquiera alguien sintiese su presencia.
Sí, estaba decidida: sería escritora. No permitiría que todo eso que guardaba en su memoria se perdiera para siempre. Escribiría libros -se decía- y, en su interior, una emoción muy profunda germinaba en escalofrío. Sí, de entonces a unos años escribiría libros. Y Cuevas del Conde y la región del Arlanza serían, muchas veces, su escenario.

Leyendo la historia de Astrid

Aquella noche Silvia decidió irse a la cama temprano. Cenó apresuradamente, fue a la cocina a por una botella de zumo de naranja y subió a su habitación dejando boquiabiertos a sus padres ya que, aquella noche, ponían otro reportaje en la televisión sobre los últimos descubrimientos en la abadía de San Florián. Cerró la puerta tras de sí, echó el cerrojo, dejó sobre la mesilla la botella de zumo y el vaso, que había cogido de la cocina, y abrió cuidadosamente su carpeta azul: se había salido con la suya. La traducción manuscrita de la historia de Astrid se hallaba en su interior, esperando ser leída por sus ojos curiosos, que lo harían (casi) antes que nadie: un rápido escalofrío sacudió su cuerpo al saborear esta idea y sintió, por primera vez en su vida, tal vez algo parecido a esa extraña emoción que estremece a los arqueólogos cuando acceden a un recoveco escondido y misterioso de la Historia en el que ninguna otra persona, salvo ellos mismos, ha penetrado antes jamás.
Sacó todos los papeles, los puso sobre la cama y echó una rápida ojeada a su contenido. Reconoció la letra de don Pío, y, junto a ella, aparecía, de vez en cuando, aunque menos frecuentemente, la letra de Enrique, su sobrino. Una letra de contornos más cerrados, vigorosa, alargada y mucho más difícil de entender, aunque, con un poco de esfuerzo, también le sería posible.
Se sirvió un gran vaso de zumo de naranja, bebió dos rápidos sorbos y, tras acomodarse en la cama sobre un buen par de mullidos almohadones, Silvia comenzó a leer.

Abadía de San Florián en el año de gracia de 855
Yo, fray Martín, monje de la abadía de San Florián, presintiendo próximo el fin de mis días, siento la imperiosa necesidad de contar la historia de mi vida y la de aquellos que la compartieron conmigo. Albergo la esperanza de que Dios en su infinita misericordia haya perdonado mis pecados, algunos de ellos abominables, pero creo que he hecho ya la suficiente penitencia entre estos muros para expiarlos. Al fin la paz y la serenidad embargan mi alma. Acabo de cumplir setenta y tres años y antes de que la memoria empiece a fallarme, quiero dejar testimonio escrito de aquellos terribles y trágicos hechos, en los que fui en cierta forma, testigo, protagonista y cómplice. Desde mi celda contemplo el paisaje abrupto, no por ello menos hermoso, de la cordillera que nos separa del reino de los francos, y no puedo por menos de evocar la soleada Castilla. ¡Mi amada tierra, cuanto te he añorado en todos estos años! Recuerdo como si fuera hoy aquellos tiempos alegres, despreocupados de la juventud, cuando salía de caza con mi señor el conde don Diego, y tocaba el laúd en las estancias de mi señora doña Leonor, que aplaudía mis canciones, elogiaba mi bella voz y hasta lloraba de emoción cuando relataba historias de amores desgraciados.
Pero en realidad la historia que deseo relatar comenzó con un viaje. Corría el año de 810 y mi señor don Enrique acompañado de una veintena de hombres al servicio de su padre, el conde don Diego Rodriguez, y yo como escudero, realizábamos una larga ruta a caballo hacía el golfo de Vizcaya. Era un viaje alegre y festivo, como alegre y festivo era aquel mes de abril, puesto que don Enrique había sido enviado por el conde en una misión muy especial: esperar en una playa de la costa de Vizcaya, la llegada de una nave vikinga. La nave portaba un valioso tesoro; y aquel tesoro no era otro que la princesa Astrid, hija del rey Haakon de Noruega. Mi señor don Enrique habría de recibirla con todos los honores, conducirla y protegerla durante el viaje hasta el castillo del conde don Diego, que la habría de entregar a su hijo don García.
¿Cómo hicieron amistad el conde don Diego Rodríguez Porcelos y el rey Haakon de Noruega? Era una curiosa y extraña historia... ”

El desengaño de Illán

Esa noche permanecí sentado fuera de la tienda, como aquella en que la princesa me obsequió con su sonrisa, no podía dormir, me sentía triste y desasosegado con la mirada puesta en su tienda. La luna creciente, enorme y naranja, iluminaba tenuemente el campamento. Estaba ya en lo alto, cuando vi salir a la princesa envuelta en una capa y encaminarse hacía el interior del bosque. Instintivamente dirigí la mirada hacía la tienda de don Enrique y, como me temía, éste salió y siguió los pasos de la doncella. Fui tras ellos con gran cautela. El corazón, que me latía con fuerza, me decía que iba a ser testigo de algo terrible.
En un claro del bosque y bajo un haya gigante, ella le esperaba. Se había despojado de la capa y la luna iluminaba su rostro y sus brazos muy blancos. Parecía una diosa pagana, estaba muy hermosa.
Me oculté entre unos matorrales y con el corazón en la boca me dispuse a oír y ver todo. Cuando llegó don Enrique, Astrid alargó los brazos hacia él.
- Os amo Enrique. ¡Soy muy desgraciada! –exclamó.
- Yo también os amo, pero debemos olvidar, renunciar a este amor –dijo él, abrazándola.
- No. No podré, ya es demasiado tarde.
- Debemos esforzarnos en convertir este amor en un sentimiento puramente fraternal. De ahora en adelante, debes mirarme como un hermano y yo a ti como una hermana –la dijo con voz persuasiva.
- Me pides algo imposible. ¿Por qué no hablas con tu padre y le dices que nos amamos? Aun estamos a tiempo de suspender mi boda con García.
- No puedo hablar con mi padre en esos términos. Estoy prometido desde niño a Blanca de Navarra, como tu estás prometida a mi hermano desde niña. Ya nada puede cambiarse. Ambos tenemos que cumplir con nuestro deber. Es cuestión de honor.
- ¡Honor, honor! ¿Para qué sirve el honor?
- Mi hermano es bueno, inteligente, y yo le quiero y le aprecio. No puedo traicionarle.
-¿Traición, hablas de traición? ¡El ni siquiera me conoce! No puede considerarse traición a esto.
- Estoy seguro que en cuanto le veas, le amarás.
- ¿Se parece a ti?
- Sí, en cierta forma. Dicen que tiene mis mismos ojos y mi barbilla. Ahora, volvamos al campamento, hermana mía, es peligroso permanecer aquí, pueden echarnos en falta.
- Como tu digas, Enrique, pero antes abandonar este lugar, bésame por última vez.
Agazapado entre los arbustos fui testigo de aquel beso interminable y apasionado. El beso que había imaginado tantas veces para mí y que recibía otro. Tuve que cerrar los ojos ya que aquella visión era insoportable, como agudo e insoportable el dolor que sentía en mis entrañas. Me fui de allí reptando como una culebra, luego me levanté y corrí, corrí hacia el corazón del bosque, odiando a Enrique, odiando a Astrid y odiándome a mí mismo.
Sin darme cuenta caí en una charca donde el agua me llegaba a medio cuerpo. La luna ya roja como la sangre, se reflejaba en la superficie. Miré a mí alrededor asustado y desamparado como un niño. El canto del búho y el croar de las ranas parecían hacerme burla, y el viento agitaba las ramas de los árboles produciendo un sonido misterioso y siniestro. Entonces, como si despertase de una pesadilla, grité. Grité como una bestia herida, un grito que traspasó el bosque y que el viento llevó hasta las vecinas montañas…