Leyendo la historia de Astrid

Aquella noche Silvia decidió irse a la cama temprano. Cenó apresuradamente, fue a la cocina a por una botella de zumo de naranja y subió a su habitación dejando boquiabiertos a sus padres ya que, aquella noche, ponían otro reportaje en la televisión sobre los últimos descubrimientos en la abadía de San Florián. Cerró la puerta tras de sí, echó el cerrojo, dejó sobre la mesilla la botella de zumo y el vaso, que había cogido de la cocina, y abrió cuidadosamente su carpeta azul: se había salido con la suya. La traducción manuscrita de la historia de Astrid se hallaba en su interior, esperando ser leída por sus ojos curiosos, que lo harían (casi) antes que nadie: un rápido escalofrío sacudió su cuerpo al saborear esta idea y sintió, por primera vez en su vida, tal vez algo parecido a esa extraña emoción que estremece a los arqueólogos cuando acceden a un recoveco escondido y misterioso de la Historia en el que ninguna otra persona, salvo ellos mismos, ha penetrado antes jamás.
Sacó todos los papeles, los puso sobre la cama y echó una rápida ojeada a su contenido. Reconoció la letra de don Pío, y, junto a ella, aparecía, de vez en cuando, aunque menos frecuentemente, la letra de Enrique, su sobrino. Una letra de contornos más cerrados, vigorosa, alargada y mucho más difícil de entender, aunque, con un poco de esfuerzo, también le sería posible.
Se sirvió un gran vaso de zumo de naranja, bebió dos rápidos sorbos y, tras acomodarse en la cama sobre un buen par de mullidos almohadones, Silvia comenzó a leer.

Abadía de San Florián en el año de gracia de 855
Yo, fray Martín, monje de la abadía de San Florián, presintiendo próximo el fin de mis días, siento la imperiosa necesidad de contar la historia de mi vida y la de aquellos que la compartieron conmigo. Albergo la esperanza de que Dios en su infinita misericordia haya perdonado mis pecados, algunos de ellos abominables, pero creo que he hecho ya la suficiente penitencia entre estos muros para expiarlos. Al fin la paz y la serenidad embargan mi alma. Acabo de cumplir setenta y tres años y antes de que la memoria empiece a fallarme, quiero dejar testimonio escrito de aquellos terribles y trágicos hechos, en los que fui en cierta forma, testigo, protagonista y cómplice. Desde mi celda contemplo el paisaje abrupto, no por ello menos hermoso, de la cordillera que nos separa del reino de los francos, y no puedo por menos de evocar la soleada Castilla. ¡Mi amada tierra, cuanto te he añorado en todos estos años! Recuerdo como si fuera hoy aquellos tiempos alegres, despreocupados de la juventud, cuando salía de caza con mi señor el conde don Diego, y tocaba el laúd en las estancias de mi señora doña Leonor, que aplaudía mis canciones, elogiaba mi bella voz y hasta lloraba de emoción cuando relataba historias de amores desgraciados.
Pero en realidad la historia que deseo relatar comenzó con un viaje. Corría el año de 810 y mi señor don Enrique acompañado de una veintena de hombres al servicio de su padre, el conde don Diego Rodriguez, y yo como escudero, realizábamos una larga ruta a caballo hacía el golfo de Vizcaya. Era un viaje alegre y festivo, como alegre y festivo era aquel mes de abril, puesto que don Enrique había sido enviado por el conde en una misión muy especial: esperar en una playa de la costa de Vizcaya, la llegada de una nave vikinga. La nave portaba un valioso tesoro; y aquel tesoro no era otro que la princesa Astrid, hija del rey Haakon de Noruega. Mi señor don Enrique habría de recibirla con todos los honores, conducirla y protegerla durante el viaje hasta el castillo del conde don Diego, que la habría de entregar a su hijo don García.
¿Cómo hicieron amistad el conde don Diego Rodríguez Porcelos y el rey Haakon de Noruega? Era una curiosa y extraña historia... ”